La acción característica de la gracia

La intervención de Dios en la gracia es incomprensible para el hombre natural. Dios, sin embargo, obra para que los hombres la entiendan, participen de ella y, como partícipes de la gracia, procuren que otros la disfruten de la misma manera. Porque la gracia es expansiva en su carácter, y tiene por objeto, no al que la muestra, sino al que ha de participar de ella. Sin embargo, hay una alegría, que sólo conoce aquel de quien brota la gracia. Y puesto que Dios actúa en la gracia salvadora, Él tiene un gozo en relación con ella en el que otros pueden participar, pero que nunca comprenderán. El pastor llamó a sus amigos para que se regocijaran con él por sus ovejas que se habían perdido. Los siervos se regocijaron con el padre cuando el hijo pródigo regresó. Todos, sin embargo, admitirán que los sentimientos del pastor y el gozo del padre deben ser más profundos que los de los ángeles de Dios. Dios tiene un gozo en mostrar la gracia, cuya profundidad, cuya plenitud sólo Él conoce. ¿Ha tenido gozo sobre todos los lectores de esas líneas, al recibir la salvación por medio de la fe en el Señor Jesucristo?
Pero hay algo más que un simple regocijo con Dios al que estamos llamados. Los ángeles pueden, y lo harán, hacer eso. Sin embargo, en todos los que son partícipes de la gracia, y no meros espectadores de su recepción por otros, hay una transformación; poder que ejerce sobre ellos. Nuevas metas son suyas, y deseos que nunca habían experimentado brotan en sus corazones. No podía ser de otra manera. Vemos esto ejemplificado en la historia de la mujer samaritana en el pozo de Sicar. Cuando se encontró por primera vez con el Señor, era una extraña a la gracia de Dios, y no podía entender los motivos de quien la manifestaría. Antes de dejar su presencia, había participado de ella, y lo que era más, había bebido en el espíritu de aquel que la mostraba.
Una simple petición suya preparó el tren para una obra muy interesante. “Dame de beber” fue el discurso de apertura del hombre cansado y sediento, que también era el Hijo eterno de Dios. Sus motivos para pedirle un trago no los entendió entonces. Su respuesta lo demuestra. “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer de Samaria?” Qué extraño, pensó, que alguien de la raza que se mantenía alejada de su pueblo solicitara un favor a una de las hijas de Samaria. A partir de entonces, debió de admitir que había aprendido el objeto de aquella extraña petición. Le pidió que bebiera agua para saciarla con agua viva en el sentido más pleno y profundo. Y aunque su primera palabra fue suficiente para repeler a un extraño, Él no sería rechazado en sus esfuerzos por bendecir su alma. Su respuesta fue una confesión de que no entendía sus motivos. Su réplica fue una afirmación de que ella era ignorante de la gracia, ignorante acerca de Él, ignorante de lo que necesitaba y de lo que Él podía dar. “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, le pedirías a él, y él te daría agua viva.” La desconocida, a sus ojos una simple judía, sabía de algo que ella no sabía, y ese algo era el don de Dios. Su sorpresa no lo asombró, pues sólo atestiguaba su ignorancia, y de eso era plenamente consciente. Si ella le hubiera pedido, como Él sugirió, el agua viva, todos sus prejuicios se habrían desvanecido, toda la enemistad entre samaritanos y judíos, en lo que a ella respectaba, se habría disipado de una vez y para siempre. Y la incongruencia, y como ella pensaba que la inconsistencia de un judío buscando un favor de manos de un samaritano se habría explicado, ya que ella recibió de Él mucho más de lo que Él le pidió.
Pero todavía no se le entendía. Su referencia a sí mismo obtuvo una respuesta de ella, que indicaba lo que Isaías había predicho, que para un observador externo no había belleza en Él como para desearlo. Para ella no era todavía más que un judío. “¿Eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo y bebió de él él y sus hijos?” Era más grande que Jacob, porque había luchado con él al otro lado del Jordán, en el arroyo de Jaboc, cuando lo humilló para bendecirlo. A eso, sin embargo, el Señor no hizo referencia. Tampoco obró un milagro para deslumbrarla o sobresaltarla con tal exhibición de su poder. Sin embargo, le hizo saber que era más grande que Jacob, al hablarle, como lo hizo después, a su conciencia. Había hecho sentir al patriarca su debilidad. Le enseñó la verdad sobre sí misma y sobre su necesidad de la gracia divina. Y así como Jacob tuvo hasta el día de su muerte la marca de la contienda del ángel con él, así es conocida, y en ese día ella misma lo proclamó, como aquella cuya vida fue desnudada, y su pecado descubierto por la simple palabra del extraño que estaba sentado en el pozo.
A la pregunta sobre su persona, el Señor respondió que podía, y que estaba dispuesto a darle agua diferente de la que Jacob había provisto con su industria y trabajo. El agua viva, a diferencia del agua estancada, Jacob ciertamente había provisto. Fue en este sentido que ella entendió el término “vivir” usado aquí por el Señor. Agua viva de un carácter diferente, y de una fuente diferente, Cristo ofreció a ese pecador. Porque si bebiera de ella una vez, nunca más tendría sed, y habría en ella una fuente de agua que saltaría para vida eterna. ¡Qué oferta hacer a un personaje así, no tenía más que pedirla, que le permitiera obtener el Espíritu Santo para que le permitiera tener comunión con Dios como su Padre! No se necesitó ninguna preparación de su parte más allá del deseo de estar dispuesta, creyendo en Sus palabras, de recibir. Una gracia como la que Jacob nunca pudo haber otorgado, el Señor estuvo dispuesto a dársela a la criatura más vil de la tierra. Pero, ¿de qué servía semejante oferta si no estaba en condiciones de sacar provecho de ella? ¿Quién quiere beber agua si no tiene sed? Todavía no tenía sed. El sentido de la necesidad era uno al que todavía era ajena.
A la clase de personas a las que está destinada tal bendición ella ciertamente pertenecía, porque era una pecadora. Todavía no se había formado la condición requerida para participar de la ofrenda ofrecida. El Señor lo hizo después, cuando puso Su dedo sobre la conciencia de ella. De modo que su única respuesta a la completa y franca oferta que le hizo fue pedir el agua para que no volviera a sacarla. Sólo pensaba en sí misma; su conveniencia y su facilidad. ¡Cuán completamente extraña era a la gracia! La gracia está ocupada con los demás. Todavía no pensaba más que en sí misma. Lo que ella era antes de ser partícipe de la gracia, sus preguntas y sus peticiones se han manifestado. Ella no podía entender que Él le respondiera de la manera en que lo hizo. Ella no veía en Él nada diferente de otras personas. Lo único que deseaba era ahorrarse la molestia de ir a ese pozo todos los días para saciar su sed.
El Señor le dio, no lo que ella pidió, sino lo que ella quería. A menudo Él actúa de esta manera todavía. ¡Qué cambiada se volvió! A partir de entonces, sus motivos fueron muy claros para ella. Aprendió que él era más grande que Jacob. Y en lugar de buscar su propia comodidad, se convirtió en una trabajadora ferviente y activa para Él. El yo ya no era su objeto. Ella compartía sus pensamientos, sus deseos. El pozo al que no había querido volver se convirtió para ella en el lugar más atractivo de la tierra, porque allí estaba el Mesías; y todos sus esfuerzos se dirigían a poner las almas al alcance de su voz, y bajo el poder atractivo de la enseñanza del Hijo de Dios.
¿Qué había provocado este cambio? Había participado de la gracia. ¿Quién que lee las li
neas entiende sus acciones y comparte cuáles eran sus sentimientos y sus deseos? C. E. S.

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